La ciencia y la fe en la Institución Teresiana

Sin título-1Historia de la Institución Teresiana (1911-1936), libro coral –escrito por once voces de prestigiosas investigadoras y editado por Francisca Rosique–, nos pone en contacto con la primera etapa de la historia de esta y nos aproxima a las mujeres y a los hombres que la conformaban. En sus once capítulos se exponen los aspectos y cuestiones propios de la formación de los futuros educadores que, a pesar de ser temas que pertenecen al pasado, no han perdido un ápice de actualidad. Entre ellos encontramos el contexto en el que nace el proyecto y las dificultades propias de su periodo de consolidación, el movimiento asociativo que surge a su alrededor, la innovación educativa, su papel político en un momento turbulento, la figura de la mujer… y, en esta entrada de nuestro 7 calas en Sílex, nos centraremos en el capítulo redactado por Camino Cañón Loyes que analiza cómo Pedro Poveda (1874-1936), fundador de la Institución Teresiana, busca compaginar el progreso de la ciencia con los principios y valores del humanismo cristiano.

En aquel momento, último tercio del siglo xix y primero del xx, la ciencia era tomada como el producto más elevado de la razón –pensemos en el apasionante recorrido de la historia de la ciencia, por ejemplo, los descubrimientos de los elementos de la tabla periódica, la formulación de nuevas y revolucionarias teorías, como la de Darwin, el nacimiento de la astrofísica, la radioactividad, la física cuántica… sin olvidarnos de los avances de la técnica, el ferrocarril, el teléfono, el avión… teniendo en cuenta el primer viaje transoceánico en el Titanic.

Con esta atmósfera la ciencia se posicionaba como la respuesta a cualquier tipo de pregunta y la salida a cualquier aspiración humana de un modo objetivo, correcto y eficaz, haciendo que la fe, la metafísica, la teología o cualquier cosmovisión quedara obsoleta y torpe en aquel momento.

Esto situaba a la sociedad española, principalmente, en dos orillas enfrentadas: por una parte, la que suponía la confianza ciega en la ciencia y su progreso; y, por otra, la más conservadora, de aquellos que eran más reacios a sacrificar los principios y valores del humanismo cristiano.

Consciente de la profundidad del problema y de la altura de los tiempos que vivían, Poveda, desde la responsabilidad que entraña ser educador de educadores –y la responsabilidad de estos (pues un país se construye desde sus escuelas)– propone que este humanismo cristiano vertebre el desarrollo de la persona y los saberes proporcionados por las nuevas ciencias. Esto es, nos “invita a descubrir cómo la fe cristiana, lejos de ser incompatible con el quehacer científico, es un motor activo que dinamiza y orienta hacia cotas de mayor verdad y de mejor justicia”.

“Es por ello que Poveda, lejos de cerrarse a los nuevos modos de saber que representaban las nuevas ciencias naturales, se abrió a ellos con la convicción de que el Dios de la fe cristiana era también el señor de estos nuevos modos de conocer la naturaleza. Quizás fue así porque la imagen de la ciencia que se abría paso ante su mirada iba asociada claramente a la concepción que del progreso se tenía en su tiempo, y con él a la dignificación de las personas y los pueblos.”

Con la lectura de la Historia de la Institución Teresiana, promotora de nuevos horizontes, en especial para las mujeres que, debido al momento, comenzaban a dar sus primeros pasos en la vida social y política –asumiendo el apasionante reto de sumergirse en el mundo que, hasta el momento, prácticamente les había sido vedado‑, descubrimos que las cuestiones a las que esta se enfrentó no son tan ajenas a las que tenemos que encararnos en la actualidad.

 

Alejandro Rodríguez Peña

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